Simón Esain: «Chascomús desconoce a Juan Antonio Vasco, que está enterrado acá, y venera a Baldomero Fernández Moreno, que está enterrado allá»

By | 22:28

Entrevista realizada por Rolando Revagliatti para Palabra Viva



Simón Salvador Esain (pronúnciese esáin) nació el 30 de agosto de 1945 en Maipú, provincia de Buenos Aires, República Argentina. Desde mediados de 1970 reside en otra ciudad de la misma provincia: Chascomús. En 1987 y 1988 asistió al taller literario de Pablo Ingberg. Fue miembro fundador del M.A.Y.A. (Movimiento de Artistas y Artesanos de Chascomús) (1988-1998). Coordinó en esa institución los talleres de literatura durante cuatro años. En 1988, junto a Ricardo Chambers, crea la revista artesanal “La Silla Tibia”. También incursiona en radio. Es miembro invitado de la Seccional Chascomús de la Sociedad Argentina de Escritores, donde coordinó talleres informales de poesía entre 2006 y 2008. Poemarios editados: la trilogía de “El Año Inútil”: “Indignación de noviembre”, edición artesanal, 1995; “Mayo de 1989 o el humo”, Alicia Gallegos Editora, Villa Tesei, Buenos Aires, 1995; “Musa interventora”, Alicia Gallegos Editora, 1996; así como “El momento de ahogarse”, edición artesanal, 2000, y “BP Tangos” (El Andamio Ediciones, San Juan, Argentina, 2012). En 2008, por el sello Editores Urbanos, de la ciudad de Buenos Aires, se publica la crónica de viaje “El llamado del árbol” (Travesía a Perú en cuatriciclo), que Simón Esain redacta a partir de manuscritos de su hermano Rubén, bajo cuyo nombre se editó. Permanecen sin socializar unos quince poemarios y trece volúmenes de prosa breve.




PALABRA VIVA– Hasta hacer la colimba.

SIMÓN ESAIN - Lo admito, Maipú es una ciudad pequeña, lo que llamamos un pueblo, en la panza escurridora y ventosa de la provincia. Sus habitantes, incluidos los que nunca sabrán montar a caballo ni ordeñar una vaca ni cómo se degüella un chancho, son tildados de ‘paisanos’ en ambas ciudades capitales cuya cercanía nos deshonra y nos desangra; pero ellos a su vez, se permiten diferenciarse otro tanto, llamando paisanos con justa razón, a los que viven en el campo, sea en ranchos o casas, que en aquellos tiempos eran y éramos muchos, muchos más que ahora, como grafica mi singladura. Éramos tantos que podíamos categorizarnos socioculturalmente en otros tres niveles, siempre descendentes, según he mirado. 

El paisaje pampeano no se recuerda; se lleva puesto. Es una línea que divide el suelo del cielo. Nada notable; silencio, soledad, rumores del aire en los pastos. Voces de aves, balidos, mugidos lejanos o cercanos. Más bien árboles, sol, nubes, gente sola. Pero de eso hay en todas partes. Lo que de él se extraña es no ver el horizonte a toda hora, como si hubiésemos perdido el reloj. No me veo allí y eso me alivia; me siento allí. Es duro decirlo: el campo embrutece; lo vemos hermoso desde la ciudad.

Comprender la condición de mi padre me ha llevado la vida entera. Huérfano del suyo a los cinco años, se enteró que no vivía en el País Vasco cuando empezó a ir a la escuela y tuvo que aprender castellano. A sus siete años comenzó a trabajar en la huerta de la madre, único medio de subsistencia familiar de la reciente viuda, oriunda de Guipuzkoa. Luego, en un luego que debió ser largo largo, a sus doce aprendiz de armero le valió no morirse de hambre y asistir al prostíbulo. (De tal época le vienen los rastros de tuberculosis que, a su agonía, nos informó el médico.) Con parientes carnales en el comercio local, no bien estuvo más alto que un mostrador, devino a empleado de comercio. Proletario en vías de inclusión, socialista cristiano ayudando a algún cura a ayudar, cultivó el odio secular del buen navarro a los españoles que habían sometido el viejo reino. Algo intangible lo destacaba: su afición a la lectura. Lo visible; su afición a las mujeres, al juego por plata, al alcohol, los mostradores enchapados, las madrugadas, los amigos de esos alrededores. Lo apreciable en cualquier caso: su modestia, su honestidad, su lealtad.

Y debo apuntar porque viene al caso, la condición de mi madre, nieta de terrateniente castellano, hija de estanciero conservador, apenas menos iletrada que él, igual de terca, igual de rencorosa y tascadora, tan apegada al mito de su linaje como él al meritorio sobreponerse a ese menoscabo. Es decir: lo menos peor de la provincia bonaerense.

Entrambos, de nexo, una típica mezcla epocal: la pinta y los ojos azules de mi él, mas el prurito hereditario de mi ella. En el Club Ferroviario una noche de tango y milonga con la orquesta de Di Sarli, “Sacarra”, el “Cachafaz”, lo que, mediada muerte de mi abuelo materno, algunos llamarían ‘braguetazo’. Decirlo es exagerar mucho; toda su vida mi viejo ganó su guita levantándose a las cinco de la mañana y sudando. Pero es cierto que el matrimonio de ambos jóvenes pronto pasó a ser propietario de almacén en una esquina de barrio, despacho de bebidas, cancha de bochas y un teléfono a manivela que podían usar todos.

Allí, recién terminada la segunda guerra mundial y a la sombra del hongo atómico, la ‘vasca’ me trajo al mundo. Fui la alegre noticia superadora, el mimado de los vecinos viejos y del ‘canchero’, entonces un oficio que permitía comer. Si voy y le vuelvo a preguntar, mi madre vuelve a contarme cómo fue el parto y su temor a que esa cosa chiquita entre sus brazos se le muriera por inexperiencia mía y de ella.

Hay un pueblito en la provincia al que pusieron de nombre la fecha de mi nacimiento. Pero homenajeando al tren; o sea, a su modo ronda mis afectos profundos. Nací a dos cuadras de la estación de Maipú y el silbato a vapor de aquellas locomotoras es el sonido más antiguo que recuerdo. La que fuera nuestra casa familiar en Chascomús sigue adosada a los rieles y convoyes atronando entre los patios; mi primera casa propia aún los tiene enfrente, cruzando la calle; mi segunda casa, a ciento cincuenta metros; la actual, a cincuenta.

Cuando nací, una perra de un vecino había parido. Fue mi padre y se trajo un cachorro para mi regalo. Crecí custodiado por un ovejero alemán, el ‘Chicho’: nadie me acariciaría sin su consentimiento, él se comería mi caca y me limpiaría el culo de dos lengüetazos; me ampararía de los automóviles que pasaban levantando polvareda; me ayudaría a caminar prestandomé su lomo. Luego de mi madre, no conocería a nadie más leal.

En algunos momentos del día la cancha de bochas, silenciosa, alisada, quedaba a mi arbitrio. Tomaba un palito y dibujaba en ella largas siluetas y diseños. ‘Chicho’ descansaba en la sombra; todo bien. El lío se armaba cuando entraban los paisanos a jugar y pisoteaban mi obra. Venía mamá a llevarme alzado, pataleante y lloroso; cuánto odio sentía por esos tipos socarrones, de alpargatas y bigotes. Otras mañanas me iba a la medianera del  fondo a comer polvo de ladrillo. Hablando de comer, me cruzaba enfrente, donde vivía un familión de negros amontonados en un ranchito, a comer tallarines en un plato de aluminio con un tenedor al que le quedaba un diente solo. O más lejos, más allá de la vuelta a la esquina, casi donde acababa el mundo, a la casa en ruinas de otros negros (muy cariñosamente lo digo) que primos de estotros. O a mitad de cuadra, me sentaba en el suelo, cerca de donde para ganarse su vida, la ‘Chacha’ Albornoz lavaba ropa en la batea; a responder nunca sabré cómo las preguntas de su voz profunda y pausada; a observar flores de yuyo o manosear bichitos. Todas las morochas viejas de ese lado del barrio tenían voz de bajo y risa larga.

Cuando nací había cosas de moda; entre ellas el tango “Cuartito Azul”, de Mariano Mores. Cuando mis padres se mudaron a su casa propia mi padre agregó añil a la cal, encaló lo que sería cuarto dormitorio y le dijo a su embarazada: Ahí tenés tu cuartito azul…

Yo era tan capaz de travesuras terribles como tranquilo y silencioso. Pasaba inadvertido y como en ese tiempo se usaba hacer referencia a cierto Mongo Aurelio para calificar a un nadie, el ‘canchero’ empezó a llamarme ‘Mongo Aurelio’ y todos me llamaron ‘Mongo’, como al famoso planeta de Flash Gordon. Pero era un sobrenombre muy pesado para un niño, y las mujeres lo llevaron a ‘Mongui’. Y el ‘Mongui’ perduró hasta hoy en el recortado mundo de mi madre, mis hermanos y parientes carnales. 

Mi bisabuelo murió poseyendo 22.000 hectáreas de campo en General Madariaga. Como también tuvo catorce hijos, volvió innecesaria la reforma agraria. Mi abuelo murió con 1.200 hectáreas. Cuando me llegaba el turno de iniciar el jardín de infantes, a mi padre se le dio por establecerse en la parcela de campo que por sucesión correspondía a mamá. De cuántas atrocidades pueblerinas me habré salvado, no sé. Sé cuántas campesinas me esperaban y podría contar cuántas de ellas se concretaron. Fuimos y somos cinco hermanos, pero me he bastado para oveja negra. El menor me es el más afín, como si cerráramos una ronda. Eso hemos sido hermanos y hermanas, no más que una mano juguetona desde el mero principio, que hasta hoy conserva sus cinco dedos.

A los siete años, unos almaceneros supieron de mi afición a la lectura; me dijeron: Esperá… e ipso facto volvieron de adentro para ponerme en las manos un libro grande, de tapas duras, y me pidieron que leyera alto. Lo hice fluidamente y se maravillaron hasta hacer carraspear de orgullo a mi padre. Fue mi primer libro: Los Robinsones Suizos. Dos años tardé en leerlo; a mi hermano menor, rubio como un alemán, todavía le decimos el apodo surgido de entre aquellos personajes. 

Un día, a mis nueve años, conciente de que me había enamorado por vez primera, pero apenas de eso, comencé a desenrollar versos a rasgos rojos y doble espacio en uno de mis cuadernos; ella tenía quince, nada menos, y era rubia y cuando dormía soñaba y conversaba en voz alta. Recuerdo que le hablé al reloj y a otras cuestiones, casi un Gelman, porque no debía nombrarla ni aludirla. Mi timidez crecía por el modo alucinante.

Nuestros padres llevaban muchachas a casa para que nos instruyeran, pero ellas preferían ponerse de novio con nuestros tíos, y desfilaban. Así que mi escolaridad ocupó, formalmente, dos años: una fugacidad. Aprendí a jugar a la bolita y a manejar el jeep. Nadie quería verme en la escuela. Era mucho más alto que las maestras.

Te cuento, para variar, una vez que hicieron a mis hermanas y compañeros tomar la comunión, y vino el cura al aula. Entre la maestra y mi madre me obligaron a confesarme y comulgar. Empecé a repetir ante el cura algunas tonterías preparadas, hasta que me pidió, un poco pálido, escandalizado: Baja los ojos, hijo. Me quedé mirandoló con la boca abierta. Algo recuerdo pues, de qué dicen los curas.

Leía y releía cuanto caía en mis manos. Empecé por Verne, Salgari y Harold Foster. Meché con “La hora veinticinco”, “La revolución húngara”, “Nuestro enigmático planeta”, “El último mohicano”, “El Decamerón”, Dumas, Hugo, Shakespeare, o donde la fuerza aérea norteamericana criticaba el papel que le habían asignado en la gran contienda, el diario de un piloto alemán, cuanto hablara de griegos, judíos, indios, Storni, Cervantes, Fray Mocho, Echeverría, Malaparte, Waltari, Dostoievski, Sarmiento, Tolstoi, Twain, Moody, Buck, Uris, Lin Yutang. Todavía no llegaban Borges, Whitman, Cortázar y reseñas de los poetas considerados nuevos, como Trejo, Gelman, Urondo, Romano. Y vuelta a Mc Cullers,  Dalmiro Sáenz, Camus, Miller, Hesse, Hemingway, Baroja, Galdós, Gómez de la Serna, Vila, Donoso, Pavese, Conti, Marcuse, Salinger, Engels, Nietzsche, Di Benedetto, Vargas Llosa, García Márquez, Juarroz, Pizarnik, Hikmet, Montale, Bassani, Rulfo, Foucault... Fuera en casa, en lo de mis tíos, entre los cajones de revistas que había en la estancia principal, en las bibliotecas de las casas adonde iba con mi familia… Me gustaba leer de historia y de filosofía. Mis lugares preferidos en Maipú eran un quiosco y la librería. Hice la colimba en una escuela para cadetes y oficiales, donde tuve a mi merced toda una biblioteca. Era un ratón de biblioteca. Ahora apenas leo un libro por mes; de a poco y sentado en el inodoro.


PV– Publicar, formarse.

SE - Me hace sonreír tu pregunta, y a su modo es indudable que comencé a publicar. Pero tan ridícula su vista comparada a lo que tengo inédito, que me tienta una carcajada triste. En un ocasional suplemento literario que sacaba “El Día”, de La Plata, en 1970 me publicaron el cuento que le había prometido escribir a un tío con uno de sus sueños que contó. Siendo muy joven y no tanto, mi afición a la literatura y la poesía fue cruz no más, en mi relieve. Entre Whitman, Borges y Marcuse me pusieron a escribir algo que apuntaba en alguna dirección. Pasados los cuarenta, fui a un taller por primera vez. Quizá un tiempo antes, haya salido de una reunión entre iguales aficionados, aquí en Chascomús. 

Por cierto, los ’60 y ’70 fueron años de formación turbia y lenta, de algunas charlas con jóvenes o mayores. No milité ni me integré a grupos clandestinos porque en su momento decidí que no me daban las convicciones y la imprudencia. Además, salir de la colimba en la Armada tildado de comunista, habiendosemé confiscado lo que escribí en ese tiempo y con la seguridad de que su servicio de inteligencia me vigilaba, trabajó bien para disuadirme. Acabé radicandomé definitivamente en Chascomús, adoptando un oficio silencioso, casandomé. La literatura era una afición, un hobby recóndito. No tenía idea de qué era hacer literatura. Me costó décadas poder escribir prosa, un relato, un cuento. Me ayudó decidirme el escribir lo que veía en mis sueños antes que preferir alguna ocurrencia.

Entiendo que fui aparecido en esas revistas en las que nos publicábamos los unos a los otros. Sería cálido que me pusiera a revolver papelerío para hacer una lista, pero mejor será que te lo quede debiendo. Siempre hay que deberles algo a los amigos; es parte fundamental del vínculo. Debo mucho agradecimiento, y me emociona cada vez que lo pienso. Una de esas personas a las que debo mucho de lo emocionante, sos vos, Rolo. Me han dicho tanto tus silencios.


PV – Chascomús.

SE - Sí, Chascomús es una ciudad encantadora e incluye entre sus encantos la ilusión de mudarse a ella. Viví esa experiencia del lado agradable, digamos. Teniendo en cuenta que el quehacer literario desapareció de Maipú en cuanto sus padres se llevaron a Leopoldo Marechal, igual fue deprimente lo visible bajo tal denominación que aprecié en Chascomús. Te confieso mi sospecha de que donde debiera tener el criterio habita un bicharraco. Acá hay escritores desde que tienen memoria unos de otros; la memoria local es selecta  porque en algún momento se lesionó.

Reconozco que las novelas europeas nos mostraban cenáculos rumbosos, distantes, prohijadores de famas llegadoras. He crecido reparando en esa cara de lo lejano, ajeno, de lo apenas apreciable desde acá. Que te hace concebir lo que no sos como impropio de lo que sos. Una mora o una rémora, en el mejor de los casos como puede serlo el mío. Porque no entendí que acá, a escala menor pero no menos valorada, incurrían en lo mismo. ¡Misántropo de mí! Una de mis primeras novelas preferidas fue “El extranjero”, de Albert Camus. También amo “El principito”, pero como cábala falló.

Puedo decir que en Chascomús he vivido de las letras, pero dejandolás pintadas en paredes, vidrieras, vehículos de transporte, carteles, automóviles de competición varios de ellos campeones. Que en cuanto me enteré de talleres de literatura fui, sin tener en cuenta que nadie del ambiente considerado en sí propio (Dolina dixit) iría. Un taller que empezó a darse en la Asociación Bancaria y que terminó funcionando en mi casa, fue decisivo. Por primera vez sonó la palabra postmodernismo en Chascomús (¡un redoble ahí!). Fue decisiva una visita de Néstor Sánchez, el amigo de Cortázar, a comer asado en casa. Ya habíamos creado el MAYA; y desempolvado y expuesto poemas a víctimas de la dictadura. (¡Un médico a la derecha!) Estábamos vivos. ¡Pero cómo no!... si la dictadura genocida había pasado y Raúl Alfonsín era presidente de la república. Hicimos circular “La Silla Tibia”. Me encargué del taller literario del MAYA durante cuatro años. Celeste Diéguez ganó la medalla de oro en poesía y un viaje a España. ¡Ole! Hasta sucedió que vinieran dos chicos de Maipú que se colaban en el tren de venida y de vuelta… ¿Oíste, Marechal? ¡Qué hermoso! Qué caradura o qué falta de otras cosas, ¿no? Creo que ilustrar con esto me evita describir lo otro. ¿Me lo aceptás? Chascomús desconoce a Juan Antonio Vasco que está enterrado acá, y venera a Baldomero Fernández Moreno que está enterrado allá. Quise dar vuelta eso pues de otro modo no va a suceder. ¿Se podrá?

Sí se puede. Aunque me suene horrible que sea posible la cosa imposible. Aunque los jóvenes más capaces e inquietos se nos sigan yendo a las metrópolis y se vea eso como  éxito, algunos envejecidos quedamos o vienen de tanto en tanto. Como que la SADECH sigue andando y este año organiza la sexta o séptima feria del libro en Chascomús; se siguen publicando libros aunque ya no se sepa para qué; funcan dos o tres talleres y de tanto en tanto alguien de acá lee algo que me gusta. He tratado de molestar poco con mis opiniones y eso me envolvió en una mala fama persistente, tan persistente que un día comenzarán a considerarla sólo fama. Aquí, mi único libro exitoso es uno que apareció bajo nombre de otro. ¡Con decirte que al taller donde concurro, frente a mi casa, lo denominaron ‘Impulso foráneo’!

Una vez me convencí que me habían dejado desocupado para siempre, hundido en esa mi condición soñada, me dediqué a un montón de actividades pero, lamento informarte, ninguna de ellas remunerada. No importa; en nuestra comunidad siempre aparece alguien que sufraga cobrando.

Un día (nomás unas horas) ¿podré darme el gusto de traerte a Chascomús a vos, a Roberto Malatesta, a Ale Schmidt, a Rubén Vedovaldi, a Juan López, a Jorge Omar Altamirano, a Eduardo D’Anna, a Osvaldo Bossi, a José Emilio Tallarico, a César Cantoni, a Celeste Diéguez, a Celia Fontán, a Ana Emilia Lahitte, a Cynthia Sabat, a Alicia Gallegos, a Emilce Rotondo, a Ketty Alejandrina Lis, a Anahí Lazzaroni, tantos otros y otras, verlos sonreír juntos y hacer oírlos en gran anfiteatro, presentados en voz alta y decir: ¡Estos son mis amigos!?


PV – “La Silla Tibia”.

SE - En verdad sucedió que el taller de Pablo Ingberg y la creación del MAYA nos movilizaron mucho y en especial a mí, que me había aislado totalmente durante la dictadura y estaba abocado a la finalización de mi nueva casa, conclusiones que coincidieron en un mismo tiempo y me abrieron un amplio panorama de relaciones y actividades. Pablo nos mostró todo tipo de revistas artesanales y alguna de ellas nos decidió a imitarla desde Chascomús. Chambers propuso llamarla “El Último Perro” pero a mí ya me había picado la imagen de esa silla que permanece tibia en razón de su tarea. Incluso el comprobar la repercusión y posibilidades de LST, hizo que pronto Chambers quedara desplazado por mi dedicación, que suele ser obsesiva. Fui el primero en alejarme del MAYA por diferencias ideológicas y a poco, otro grupo importante me imitó, así que mi casa (justamente diseñada con ambición) pasó a ser por un tiempo, centro de reuniones de los ‘desmayados’, como graciosamente nos calificó una compañera. El mismo taller de Ingberg y algunas propuestas aledañas, funcionaron en casa a falta de un sitio institucional y fue así como nos visitaron algunos escritores desde Buenos Aires, entre ellos Néstor Sánchez.

La edición de “La Silla…” pasó por una etapa de desarrollo y difusión acelerada (de la que fuiste partícipe), momentos especiales como la “previa” al Vº Centenario de la invasión de América por los europeos, ocasión en que me reintegré al MAYA aportando esa misma inquietud. Fueron años cúlmine. En el ’92 mi situación económica comenzó a declinar y la pendiente se acentuaría. De cualquier modo continué sosteniendo la correspondencia, edición y distribución de la revista hasta donde pude y lo mejor que pude. Se armaba con un 70 u 80 % de material inédito, a veces recibido escrito a mano y sin corregir, y el resto elegido entre publicaciones recientes. Además agregaba artículos periódicos de mi amigo indigenista, Enrique Marcó del Pont (Rumiñawi, Piki Chaki y otros seudónimos) y los que secundaran mi visión ideológica. El criterio para seleccionar el contenido era sumamente básico: que me gustara y una calidad suficiente. En caso de percibir errores o correcciones necesarias, consultaba al autor y en general, nos poníamos de acuerdo. Ignoro en qué consistió el acierto, pero “La Silla…”, salvo alguna que otra excepción, recibía una notable acogida. Los números llegaron a treinta a lo largo de diez años. Alguna mereció llamarse Yawar Silla, porque me costó sangre publicarla. Varios acontecimientos se precipitaron y no pude sostener el esfuerzo. Pero mi empeño revela que casi todo alrededor de ella, fue grato, reconfortante. Obtuve algún apoyo económico de los mismos amigos de “La Silla…” (por ejemplo, a la poeta Alejandrina Ketty Lis debo mucho agradecimiento), la Municipalidad y empresarios locales: no el suficiente como para continuar su edición. Tampoco en el ámbito local la revista provocó lo que podría haber resultado de su presencia. Mi complicada situación personal ya pesaba demasiado en mi ánimo y había empezado a militar en varios frentes contra el gobierno reaccionario de Menem, Cavallo y compañía.


PV – Poemarios anteriores al primero. Néstor Sánchez.

SE - Sí, aunque me desentendí totalmente de ellos, conservo casi todos mis trabajos anteriores al taller con Ingberg. Es que para mí escribir había sido un hobby sin mayor pretensión; de escritor yo tenía apenas mi gusto por la lectura y dos años en una escuelita rural. Rescato algún trabajo aislado, como el poema que dediqué a un amigo asesinado por la policía en 1974, y otros que se refieren a visiones de mi infancia rural. Pero no, no los publicaría. Soy muy crítico de mi pretensión literaria, dada mi falta de estudios y capacitación para semejante tarea. Salvo alguna excepción, demoré cuarenta años en escribir prosa. Considero mi primer relato a “El Canto de las Sirenas”, concluido en 1991, y que abre mi primer libro en prosa: “Las Malvinas y otros sueños”. Han pasado casi treinta años desde entonces y por tanto, lo que mi olfato dice de aquella prosa, de nuevo comienza a provocarme desconfianzas.

Fue Néstor Sánchez, a raíz de nuestros comentarios sobre su “Siberia Blues” y “Diario de Manhattan”, quien nos habló de fragmentación literaria y de una postura distinta frente al impulso de escribir. La posmodernidad era algo novedoso e inquietante entonces. Nos propuso repetir una tarea que él mismo se había impuesto: escribir alguna cosa todos los días a lo largo de un año. Fui el único loco del grupo que lo hizo, y reconozco que resultó un esfuerzo tremendo, lleno de tropezones y remiendos. Porque al aficionado la vida se le atraviesa e interpone a cada rato. Creo que su influencia significó la conciencia perdurable del hecho escritural. Coincidió además, con la decadencia del gobierno de Raúl Alfonsín, el resurgimiento de fantasmas que creímos superados, la conciencia de nuestras limitaciones sociales y de nuestra relación con un mundo cada vez más globalizado.

1989 fue un año terrible para mí, plagado de vivencias indeseables, de reversiones, pérdidas, frustraciones. “El Año Inútil”, que es mi fantasma literario, fue el recipiente donde volqué esa amargura y la ironía consiguiente. Sin embargo, de él surgieron mediante un trabajo en el que me empeñé a fondo y en absoluta soledad, seis o siete libros en verso y prosa. Gracias a la entrañable Alicia Gallegos pude publicar algunos poemarios, pero sinceramente, sigo creyendo que me apresuré en hacerlo. Es probable que lo necesitara (no lo dudo) para cortar el cordón que me unía a la experiencia primeriza. Reconozco que el poemario “El momento de ahogarse” describe un segundo esfuerzo destinado a sacar la cabeza del agua, dejar atrás la ironía.


PV - La trilogía de El Año Inútil.

SE - Escribí lo que llamo los “Borradores del Año Inútil” desde fines de octubre de 1988 hasta octubre del ’89. A fines del ’88 otras cuestiones me frustraban, además del fracaso del Plan Primavera. Lo grave que nos pasaba, a mi entender, fue la tardía llegada al gobierno (uno de los regalos o lastres que nos dejaba cada dictadura militar) de Raúl Alfonsín, su discurso, sus promesas. Sobre todo tardía porque coincidió con el embate de la ola neoliberal Reagan-Thatcher. Electo Menem en mayo de un ’89 que ya arde y quema, muchas cosas humean en el horno de la hiperinflación sin dinero. Quien no la vivió, ¿puede imaginarse la hiperinflación sin dinero? Menem, un simple oportunista, se subió en julio, anticipadamente, al tren que venía  marchando en otra dirección. Designada la hija de Álvaro Alsogaray (uno de mis tradicionales detestables) interventora en la empresa pública de teléfonos, para rifar su privatización, el asco se me volvió completo; en María Julia Alsogaray resumo mi desprecio a una sarta de mujeres que luego se hizo cada vez más larga y pútrida, desgraciadamente (y eso que considero a la mujer como el verdadero sujeto protagonista del cambio histórico en los últimos 45 años).

Ya había sufrido este tipo de cólicos proféticos en el ’62 y en el ’73. Ahora era distinto: dejaba los rastros escriturales de mi desesperación. Aquellos tres primeros poemarios fueron extraídos de los chorreantes borradores sugeridos por Sánchez, y nada parecía suceder por casualidad. Cavallo ministro de economía, Bussi gobernador de Tucumán, Aldo Rico ministro de seguridad de la provincia de Buenos Aires, eran porotos comparados a la grosura de lo precedente.

Finalizado el trabajo sobre esos borradores, tuve dos sueños que debieron ser productores de sendas prosas. Uno se titula “La Espadaña”; el otro “La Valija”. No fui capaz de escribirlos y es una cuenta pendiente que no me perdono, porque me enredé en pretensiones en lugar de dar cauce a una creatividad que, es evidente, no tengo. Digo en mi descargo, que mi vida particular de entonces no era fácil. Considero anticipatorios a ambos sueños, es decir, que debieron ser escritos y difundidos oportunamente. Mi consuelo es que, de haberlos escrito oportunamente su difusión hubiera resultado del todo utópica. Han quedado en su condición de anécdotas de sobremesa. Luego traté de resolver algún problema ubicando “La Valija” como relato de un sueño propio que en el otro narrara el protagonista de “La Espadaña”, pero ni así he podido dedicarme a escribirlos. Ahí están, apagados, juntando moho, volviéndose ellos sí, inútiles. Creo que no me dan las fuerzas con que natura me dotó, para trabajos de enjundia, de largo aliento. Con ellos llegué al borde de mi destino literario.   


PV – Enclíticos finales. Algo parecido al teatro. 

SE - Permitime incursionar en el amplio terreno de las decepciones a mi cargo, Rolando, ya que mis respuestas al respecto no saldrán de ese solar. Pasó que observé, no recuerdo a partir de qué antecedente, el modo en que pronunciamos los enclíticos finales, supongo que en razón de ensayar diálogos coloquiales en mis intentos por alcanzar la prosa narrativa. Una frase como: Se quedó mirandolá… permanece enquistada en mi memoria y ha obtenido carácter paradigmático, indesvirtuable. Puse y pongo atención cuando escucho hablar a mis vecinos, a los funcionarios políticos, y al cabo transformé en norma esa acentuación, que es real. Sobre todo porque mostramos poner el peso fonético en la partícula que señala a la persona. Me llama mucho la atención esa singularidad: el acento sobre el lá, el ló, el mé, el lés… También advertir que, al menos hace un tiempo, Giardinelli usaba ese modo en uno de sus cuentos. Más luego paré mientes en que Hernández había cometido la trampita de utilizar ambas acentuaciones, la castiza y la nuestra. Y bueno… tengo una excusa para consolarme: me descalifican a priori por escribir incorrectamente. Siguiendo esa línea, a veces el diálogo coloquial me tienta a imitar otras innovaciones que ya no lo son mucho: yuvia, eya, yegar, güeno. Escribí un cuento (“De regreso al zoológico”) donde a título de muestra gratis, abundé en la transcripción de estos modismos. ¿Porqué en ese cuento?… Porque converso con una víbora y sucede en el futuro. Es como una manera de trasladar, de extrañar de entrada nomás, al lector. Me gusta, pero no lo he repetido. El castellano es un prodigio lingüístico y tienta. Las lenguas criollas, las añadiduras indígenas, los modismos campiranos, todo tienta. Y tiene que dejar de ser tentación para ser asumido como identitario. Después de todo, allá en España se enfrentan a algo bastante similar. Creo que uno de los compromisos de un escritor pasa por mantener vivo su idioma, y muy sujeto a su tiempo y a sus personajes. Uno también es un personaje. Por su lado, la globalización pretende homogeneizar y neutralizar lenguajes. Creo que, como siempre ha sucedido, vamos a seguir creando y manejandonós con dos maneras lingüísticas, la espontánea y la intencional; la del poder y la insurreccional. Recuerdo que al idioma inglés lo hablaban los siervos, que la aristocracia normanda hablaba en francés, y lo mismo sucedía en Rusia: al ruso lo hablaban los mujiks.  

Sí, hace muchos años, traté de escribir algo parecido al teatro. Muy difícil, muy peliagudo. Creo que di la vuelta y volví adonde había estado; uno no se merece fracasar tanto. Respecto del cine, del lenguaje cinematográfico, tengo por ahí algo sin terminar. También surgió en ocasión de un sueño donde uno que era yo pero que no lo era, tenía la capacidad de moverse en un tiempo distinto al de los demás. Eso le permitía delinquir, atacar, huir sin obstáculos. La única explicación a mano fue que se trataba de la compaginación de dos películas. Por el momento es un relato en ciernes.


PV – Ajedrez.

SE - La cuestión de participar a nivel social comenzó con la creación del MAYA (Movimiento de Artistas y Artesanos de Chascomús) en la primavera democrática. Funcionábamos en estado de asamblea y a veces asumíamos tareas de promoción y difusión. Una escisión en ese movimiento provocó la continuidad y práctica de cierta línea cuasi ideológica, muy unida a la praxis. De resultas, un grupo más nucleado dio lugar a la creación de una agrupación política informal. A pesar de su pequeñez, impulsamos la creación de una comisión de derechos humanos para Chascomús y cuando, a veinte años, por primera vez se conformó aquí una multipartidaria y se memoró entre nosotros el 24 de Marzo, gestamos la Delegación Chascomús de la APDH. Como premio fui su secretario coordinador ad límine. La actuación de una entidad de derechos humanos resultó tan notoria que era convocada a integrar otros organismos participativos. Así me tocó ser secretario del Foro Vecinal de Seguridad, electo durante cuatro períodos consecutivos, y cuando quise retirarme me nombraron tesorero. Desde este otro peldaño también integré el Foro Municipal y el Interforos regional. Todas experiencias enriquecedoras. Pero a la vez (yo había quedado sin trabajo a fines de 1997) integré la CTA local. Nuestro pequeño grupo político actuó bajo el rótulo de otras minorías formalizadas en frentes electorales, y al cabo de idas y vueltas siempre esclarecedoras, nos dimos el gusto con otros grupos, de parir un partido vecinal con todas las de la ley que, desde hace años tiene en su haber el principal bloque de concejales municipales. E intacta la esperanza de ocupar el ejecutivo municipal. 

La actividad política (por la que toda persona debiera transitar en serio y alguna vez en la vida, así cuando opina tan alegremente sabe un poco de qué cuernos habla) expande tu visión y comprensión de muchas situaciones sociales y culturales. Con el SUTEBA local, que tanto nos apoyó siempre, pude enseñar ajedrez a niños en ese gremio y en varias escuelas. Lo hice gratuitamente durante cinco años. Mi idea era que no destruyeran al ajedrez en Chascomús en nombre y colofón de algo que se veía venir. Pero al cabo, creo que lo destruyeron exitosamente. El Círculo de Ajedrez fue un intento, no más, durante dos o tres años, de extender hacia arriba lo que se producía por debajo. Vino gente de la provincia, prometió mucho, no cumplió nada. Me ha quedado el dulce, reconfortante recuerdo, de haber trabajado con los chicos.

El ajedrez es un hobby bastante común a la gente que escribe. Tiene fama de serlo. Lo que el ajedrez enseña viene bien para casi todo. Un buen cuento es comparable a una buena partida. En los últimos años he participado jugando a las damas en torneos de mayores (cantera en donde persisten los mejores jugadores) y he llegado cuatro veces a las finales en Mar del Plata. Cuarto en la provincia es mi mejor clasificación, pero lo principal es haber entendido que las damas no es un simple juego de mesa; que toda actividad es compleja y proclive a la especialización.


Entrevista realizada a través del correo electrónico: ciudades de Chascomús y Buenos Aires, Simón Esain y Rolando Revagliatti. Una selección de poemas de Simón Esain seleccionados por su propio autor puede verse en nuestra Página Principal 
Entrada más reciente Entrada antigua Inicio